El barco “Alta Mar” se hundió. Sólo sobrevivía un náufrago, pero no lo encontraron. Excelente nadador, supo flotar más que otros, aunque su resistencia se agotaba. Entonces amarizó el pájaro. Aunque era un observador de aves, nunca había visto nada tan grande. El albatros es la mayor de todas las voladoras que habitan este mundo y su inesperada compañera de natación era un ejemplar maduro, que tendría sesenta o setenta años de edad.
Se miraron, temor cansado en el hombre, comprensión en los ojos del pájaro. Cuando despertó, habían pasado varios días y compartía el nido con un vigoroso pichón. Nunca supo que el albatros lo transportó en un vuelo interminable, sí que lo habían alimentado pacientemente regurgitando en su boca y no rechazó las siguientes comidas.
El ejemplar salvador no anidaba con su pareja en comunidad: la isla subantártica les pertenecía. También el náufrago estaba cubierto con algas, como un monstruo de cine japonés: eso, y el calor de su compañero de lecho, lo preservaba del frío. Logró independizarse comiendo moluscos y así alivió la increíble tarea de los padres. Pichón y hombre corrían por la isla con una amistad indisoluble. Luchaban y quedaron buenas cicatrices de alegres picotazos.
Cierta mañana, un angustiado graznido le mostró que el pico de la cría estaba atravesado por un anzuelo. Los demás gemían impotentes. Las manos son mejores que los picos; aun así, con dificultad logró quitar el gancho mortal, destinado a los peces, pero portador de una suculenta carnada que atrajo al albatros recolector. Ambos padres lo abrumaron con su agradecimiento.
El náufrago había ganado el derecho a volar. Varios meses después, su amigo lo llevaba por los mares. Aprendió a pescar y comía los peces más pequeños. Desde las alturas vieron una línea recta de pájaros marinos que se perdía en el horizonte. Atacaban voraces las carnadas de palangre, más de treinta mil anzuelos encolumnados. Forzó al albatros a no tragar esa comida fácil y tentadora. El barco pesquero era invisible a decenas de kilómetros. Pudo hacerse comprender mostrando que otras aves se hundían arrastradas por la interminable línea de anzuelos que bajaba lentamente para lograr sus verdaderas presas.
Por las noches el hombre hablaba a los tres pájaros. Durante horas y horas les contaba su vida. Comenzó desde la infancia. Llorando y riendo, actuaba. Su estado de ánimo se veía en los ojos de sus oyentes, que no entendían las palabras pero sí los dolores del alma.
Un albatros pichón necesita varios años para madurar y buscar pareja y ese era el tiempo que ambos tenían para compartir. El náufrago se fue poniendo cada vez más blanco, la piel, los ojos y el pelo. Era piloto de aves, pescador, amante del espacio, domador de tormentas, poeta de las puestas de sol.
Pero un día llegó al hombre la añoranza, la tristeza y el retraimiento. Su amigo lo supo. Lo invitó a montar. Volaban mil kilómetros, dormían sobre el mar y reanudaban el largo vuelo al día siguiente.
En la conocida playa atlántica había una multitud de bañistas. Vieron azorados a un fantástico pájaro, rayo polar de tres metros de envergadura, que luego de un largo planeo depositó a un humano delante de la rompiente. El hombre emergió derecho, blanco el pelo y la piel, desnudo, pero cubierto de algas marrones. Un vikingo insular.
Rodeado de palabras superpuestas, miró a todos con ojos de reluciente blancura e, inflando su pecho, lanzó un poderoso graznido.