Nos llevó dos años elegir un lugar en la inmensidad del monte xerófilo. Al fin optamos por un añoso quebrachal, lindante con una represa de diez mil metros cuadrados que sólo estaba llena durante dos o tres meses y decrecía día a día por evaporación, consumo y filtrado hasta convertirse en un hondón seco, sediento de nuevas lluvias estivales.
A esta represa se llegaba por una huella serpenteante, de belleza indomable e íntima, que gravitó más que el estudio de mercados para elegir ese campo.
Como demuestra la historia del hombre, toda intromisión en territorio ajeno genera rechazos y enfrentamientos. No teníamos idea que de esta centenaria, embancada y olvidada represa eran soberanos absolutos los burros salvajes.
Quien no ha visto a uno de estos animales no sabe lo que es un verdadero burro. Están tan lejos de la apacible imagen cansina de las tarjetas postales serranas, como un perrito faldero de un lobo.
Son onagros altivos, erguidos, veloces, nerviosos, furtivos, alertas, más caballos que burros, más potros que jamelgos.
Los lugareños les temen tanto como al puma y en los enfrentamientos entre éstos apuestan generalmente al burro. En el pasado colonial americano solían provocarse riñas mortales como espectáculo y juego.
Dicen que sólo es posible amansarlos si se los captura todavía lactantes y que una vez que han conocido la libertad no la truecan jamás. Nosotros perdimos el tiempo tratando de seducir y amansar a una hembra joven negra, que no pudo llegar a tiempo a uno de los agujeros que habitualmente le hacían al despreciado alambrado nuevo que acorraló a la aguada. Mordedora y pateadora, debimos dejarla partir.
La primera noticia que tuvimos del error “político” provino del armador de la nueva casa. Sobre una sólida base de concreto que hicimos con tiempo se colocó nuestra vivienda prefabricada. En realidad fueron dos casas unidas, diseñadas especialmente. Llegaron desarmadas en mil pedazos sobre un enorme camión playo, que gentilmente nos rompió dos tranqueras. Sentado sobre los tirantes venía “el polaco”.
Este señor siguió sentado sobre los mismos tirantes luego que se esfumó el camión. Nos parecía que armar semejante y múltiple rompecabezas desde el piso a la cumbrera no era tarea adecuada para un solo hombre, menos para tan menudo personaje, pero resultó ser un malabarista de la construcción: albañil, plomero, electricista, carpintero, zinguero y techista.
Con pocas palabras se limitó a pedir que le sostuviéramos dos placas de tres metros de altura, primer rincón del edificio que sacaría de su galera. Hecho esto, nos despidió sin miramientos y se quedó sólo en medio del monte.
El hombre, aterrado y lívido, apareció en el puesto a la madrugada siguiente, primer lugar habitado a vuelo de pájaro desde su incipiente obra. Es posible imaginar las torturas de esa veloz caminata de por lo menos cuatro kilómetros por el camino zigzagueante, lleno de rincones obscuros, de senderos laterales, que partían sombríos y estrechos con dirección a la nada, de ramas colgantes que le castigaban la cara.
En su pobre castellano describió sonidos horripilantes y ubicuos, habló de fieras salvajes sin identidad definida que lo amenazaban de muerte. Dijo que no pasaría una noche más entre cuatro paredes apenas afirmadas, con ventanas vacías y sin techo.
Tenía razón, eran los burros. No sabemos si éstos rebuznan, porque de ellos nunca escuchamos un rebuzno, pero sí que producen rugidos, chistidos, resoplidos, capaces de meter miedo al mas pintado.
No podemos decir que “el polaco” fuera cobarde; con quedarse en semejante lugar demostró tener agallas, pero aquello fue demasiado. Con mucha paciencia se le explicó lo que ocurría, y se lo acompañó durante la siguiente noche. Como argumento decisivo recibió una ración diaria, debidamente dosificada, de un vino patero más áspero y desapacible que cualquier fiera. A medida que la casa crecía se sintió mejor y más aislado de las amenazas nocturnas, y así “el polaco” terminó paredes y techos.
Después llegamos nosotros; pese a conocer la experiencia del pobre hombre nos quedamos impresionados, incrédulos de que semejantes sonidos los produjeran unos simples burros.
Noche tras noche, el padrillo jefe de la burrada nos hostigó, acusó e insultó. Corría furioso por la aguada o se escondía detrás de los árboles cercanos para escupir sus quejas.
Jamás pudimos verlo durante esas persistentes correrías. Nos sentábamos afuera con grandes linternas o colocábamos estratégicamente la camioneta para poder prender sorpresivamente los faros. Todo resultó inútil. Los únicos burros fuimos nosotros.
Lo logramos un año después, de noche, cuando íbamos por el amado sendero serpenteante, desechando la nueva picada ancha y recta, aún a riesgo de pinchar las gomas. Habíamos aprendido que la menor pisada advertía y espantaba a cualquier animal, pero que el rodar de las cubiertas no está genéticamente asimilado como señal de peligro, menos por estos burros, viejos conquistadores de un mundo nuevo.
¡Ocurrió! Intentó cruzar el camino y quedó encandilado. No olvidaremos su chispeante color gris plateado, su belleza, fuerza y orgullo, la iracundia provocada y, especialmente, el enorme tamaño. Partió como cruzó y nos dejó su desprecio.
Dos años después lo volvimos a encontrar en una de nuestras largas y despistadas caminatas por el monte virgen. Allí estaba, muerto hacía poco por causas que a él sólo concernían. No había perdido el magnífico salvajismo y su boca descarnada mostraba una formidable dentadura, apretada con ferocidad eterna.