Es vegetariano. No concibe alimentarse de materia animal.
Las criaturas divinas comparten la tierra con él, no dañan a nadie si no es por necesidad. ¿Por qué ha de dañarlas?
Como pocos respeta a sus semejantes de carne y hueso. No lo dice, pero en su rígido principio alimentario hay un dejo de superioridad sobre aquellos humanos trituradores de cartílagos, incapaces de sentir y amar a la naturaleza.
Después de concluir su balanceada comida de cereales, legumbres y fruta, subió a su automóvil; al arrancarlo produjo una nube venenosa que partió del escape para sumarse a otras y otras, limitando un poco más el oxígeno necesario para hombres, animales y plantas.
Partió hacia su quinta en las afueras. Los faros cortaban la noche calurosa atrayendo toda clase de insectos, los que luego de un inútil revoloteo se aplastaban contra faros, radiador, parabrisas y techo. Hasta la delgada antena segaba alas, élitros, tarsos, muslos, ocelos.
Algunos animales esparcían un último destello fluorescente de verde luminosidad, para apagar lentamente se mágica luz. Otros dejaban marcas sangrientas en la transparencia del cristal. Los más grandes y duros daban un golpe seco de protesta, los pequeños sumaban silenciosos otra manchita, ligero recuerdo de una efímera existencia.
Eran tantos que debió parar y limpiar el parabrisas. Le costó bastante remover los pegotes mientras protestaba en voz alta contra esos bichos de porquería.
Fue un viaje incómodo para el vegetariano; poco antes de llegar no pudo evitar que un perro asustado por otro automóvil se metiera bajo el coche haciendo un feo ruido, confundido con un aullido. Le produjo una sensación desagradable y pensó un instante en los desaprensivos dueños de perros sueltos.
La cama lo recibió acogedora, pero sólo cuando decidió echar insecticida contra mosquitos pudo dormir en paz, respirando el aire compuesto de su querido campo.
A la mañana recorrió y revisó sus plantas una por una hasta que descubrió que el jazmín amarillo estaba casi pelado. Encontró a las culpables y decidió seguirlas por la laboriosa avenida, perderlas y redescubrirlas bajo cardos y matas espesas. ¡Por fin el hormiguero tantas veces buscado!
Con la pala de puntear cavó hasta el nido. En una bóveda de cuarenta centímetros cúbicos, millones de hormigas con o sin huevos blancos se movían con la aceleración del desconcierto entre una esponjosa masa de desechos vegetales.
La lechosa agua envenenada que preparó anegó el pozo y se introdujo por conductos complejos, resultado de siglos de experiencia. Aniquiló una comunidad industriosa, con distinción de funciones y jerarquías.
Fue un satisfactorio golpe de suerte, con éste eran tres los hormigueros destruidos durante la primavera.
Alegremente, preparó su máquina de cortar pasto, un espléndido aparato que no se frenaba ante ningún obstáculo. Estaba ampliando el parque. Cardos de un metro de alto, otros de casi dos, varas de aromáticos hinojos, olivillos. Todos quedaban igualados, decapitados prolijamente.
Saltó una liebre y su perro la siguió, con gritos lo azuzó, pero el muy tonto la dejó escapar. Era un placer verlos gambetear por el campo.
Bajo cada planta grande había un mundo de vida. Tendrían que buscar otro lugar, dejar nidos y cuevas o perecer.
Una araña corrió entre los pastos que desaparecieron pulverizados por la cuchilla que giraba a dos mil ochocientos revoluciones por minuto.
Por la tarde decidió trasplantar la mora que creció naturalmente pegada a la pared del galpón, Debió serruchar varias ramas para trabajar cómodo. Gotas de savia corrieron sobre el tronco desde los muñones. Su pala hizo un círculo perfecto. ¿Se retraerían las raíces al sentirse cercenadas y desgarradas? ¿Qué pasaría con cada canal vital privado de sus terminales secundarias, pelos absorbentes y cofias?
Por fin contempló al árbol trasplantado; pronto para cicatrizar sus heridas y soportar el duro verano en inferioridad de condiciones. ¡Pero qué lindo iba a quedar enmarcado por el verde césped, en ese rincón que antes era una maraña de naturaleza desordenada, virgen, espontánea!
Por la noche se sentó a la mesa, cansado, feliz; miró su plato de cereales balanceados, adecuadamente hervidos para eliminar la fauna invisible, digno sustento de quien es incapaz de nutrirse de materia animal porque su amor a la naturaleza se lo impide.
Mordió la brillante manzana, el ruido de su masticación le impidió oir la queja vegetal de epicarpio, endocarpio y mesocarpio; un poco de jugo corrió por sus labios.