En nuestro inmenso campo, monte erizado, surcado por sendas caprichosas, hijas del agua, los burros y el ganado, virgen en lo demás, hicimos el “parque”.
No plantamos ni sembramos, no hubo diseño ni búsqueda del equilibrio. Distinto a lo que la gente hace, sacamos y no pusimos, construimos dejando.
Así quedaron tres espléndidos quebrachos, dos algarrobos, una lata de múltiples ramas, dos retamos, algún espinillo. El resultado fue sorprendente, como afeitar a una castaña y descubrir la sutileza de sus formas.
En ese obligo del mar xerófilo edificamos la casa frágil de paredes, sólida en confort, y con su estufa de leña alimentada con inextinguible madera dura como metal. ¿Cómo puede hacer tanto frío si el verano es insoportable? Hay que preguntarle a las piedras que responden quebrándose.
Desde la galería el paisaje es africano, perfiles de quebrachos llorones encumbrados sobre el monte bajo y, al fondo, a cien kilómetros, la cordillera de fuego dibujada por el sol poniente. El ubicuo tam- tam de los tucu tucu rompe el silencio absoluto. Un atajacaminos nos visita desempolvando el piso con su aleteo.
El padrillo de los burros salvajes nos vuelve a insultar con chistidos formidables. Luego de diez años no han aceptado la pérdida de su territorio. Se los puede oir pero nunca ver, son los dueños de la espesura y los ladrones del agua. Más temibles que el puma, sólo podemos gritarles cosas que entienden y que no les hacen mella.
La mañana comienza con el diálogo de las chuñas, entretenidas en su conversación musical, que concluye abruptamente ante el más mínimo ruido, aunque sea un roce en el piso dentro de la casa.
Allí ocurrió. Era mediodía. El sonido fue tenebroso, potente, áspero, increíblemente metálico, como si un molino cerrado y oxidado girara contra su voluntad. Nos miramos impresionados, cada uno tomó automáticamente su largavista –así no hay turno y espera para mirar lo fugaz-.
Salimos a la galería. A setenta metros, tapando un árbol que bordea la represa, vimos un bulto inusual, enorme. Era un pájaro estático. Pudimos estudiarlo: copete enrulado, perfil satánico, pico poderoso, dedos como una mano, garras larguísimas.
Menuda águila coronada, del tamaño de un muchachito y la ferocidad de un tornado. Hembra por su volumen. ¡Que placer verla, mirarle los ojos, descubrir sus colores, acercar diez veces su augusta presencia con nuestros cacharros japoneses!
Pero soy insaciablemente curioso. Mi mujer volvió a sus tareas y yo decidí acercarme más, todo lo más que pudiera. Quise engañar a un bicharraco al que no se escapaba nada en muchos kilómetros a la redonda. Me deslicé por detrás de la casa, con un trotecito “silencioso” y me “oculté” debajo del tanque. Volví a mirar a mi impávido objetivo. Otro trote hasta el espinillo y nuevo estudio.
Entonces levantó vuelo. Planeó y desapareció detrás del alto quebracho a cinco metros de la galería. Esperé ansioso que apareciera por algún costado. Tal vez, porque la luz es también materia, la sombra triangular me alivió de su peso estelar y algo me corrió por el cuerpo. Levanté los ojos y allí estaba, colgada del cielo, inmóvil, tan cerca que no servía el largavista, mirándome como a un conejo.
Cabeza ocrácea, pecho pardo, vientre estriado. Un pájaro dibujado dentro de otro, con un metro ochenta de envergadura, cubriéndome. Nunca nadie me miró así. Espero haberle hecho algún efecto digno porque no cedí a su mirada.
Suerte que mi pensamiento es lento, porque la situación no toleraba pensamientos. Me estudió sin catalejos, nos medimos durante un tiempo indefinible, sentí un inconsciente placer, tanto como jamás creo que volveré a sentir. ¿Qué quería? No pude preguntarle, supongo que saciar su natural curiosidad o devolver mi insolencia con todo derecho. Se abrió la puerta de la cocina y “coronatus” partió.
Dicen que está casi extinguida, que es una de las más grandes que existen, que su visión, rapidez y peligrosidad son notables, pero con ésta concluimos un pacto silencioso, se llevó mi imagen y me dejó la suya por el resto de nuestras vidas.