¿Llovía o no llovía? Mucho viento. Tomó su paraguas y salió. Llovía poco pero llovía. El viento arrastró su paraguas y, como no lo soltó, volaron juntos. Pudo aferrarse a un semáforo, que por suerte estaba en rojo.
Ahora sí llovía mucho y al enderezarse cubrió a una linda muchacha que estaba esperando cruzar aferrada al semáforo, que se puso verde. Bastó una mirada para admitir que la cobijaran del chubasco y otra, la suya, para admirar su belleza mojada –no hay nada más lindo que una muchacha mojada- No hablaron, sólo cruzaron.
Ella pensó que el dueño del paraguas, aún mojado, no estaba nada mal. Se protegieron bajo el alero de la confitería del que caían chorros ruidosos.
-Qué le parece si entramos y tomamos algo caliente. A ella le gustó la voz y supo que no había otra intención que tomar algo caliente. Le dijo – Si, pero yo pago mi submarino. A él no sólo le gustó la voz, le penetró a través de su mojadura y le entibió su cuerpo más que cualquier submarino.
-Cada uno paga lo que quiera tomar.
Se sentaron y fueron en orden a secarse, en la medida de lo posible.
Ninguno había tenido una reunión inicial tan húmeda.
Cuando comenzaron a conversar se sucedieron las coincidencias y la armonía. Nada sabía uno del otro, aunque ambos supieron que el paraguas era mágico.
Al salir no lo necesitaron, pero él lo guardaba agradecido bajo su brazo y ella lo tocó dos o tres veces, como por casualidad. Ya estaba seco.
Se sucedieron varios encuentros, con lluvia o con sol, con o sin el paraguas.
Se amaron, vivieron juntos, tuvieron un hijo y se casaron con una linda fiesta, en la que el único adorno fue el paraguas que los unió y protegió toda la vida.