De diez a veinte bichos bolita se cerraron sobre sí mismos, reaccionando al primer sacudón de su vivienda, hasta entonces el más seguro e inmóvil de los mundos.
También el blando y gelatinoso gusano se arrugó desde los extremos hacia el centro del cuerpo, convirtiéndose en un acordeón de baba no bien notó que el túnel construido con voracidad, jornada a jornada, cambió de posición.
Las hormigas buscaron veloces un lugar más seguro, algunas recogieron huevos blancos, otras cayeron al suelo desde una altura igual a cientos de veces la propia, para seguir huyendo al tocar tierra.
Las arañas negras, de larguísimas patas y cuerpo diminuto, se contrajeron, esperando que eso pasara, fuera lo que fuera.
Cascarudos de varios tipos, chinches de olor, vaquitas de San José y ciempiés trataron de solucionar, cada uno a su manera, el inesperado problema, pero la mayoría se aferró al refugio que los vio nacer o que los acogió en alguna de sus múltiples alcobas, al abrigo de la lluvia, del frío, del calor y sobre todo de hambrientos enemigos.
Cuando llegó la quietud, volvió lentamente la sensación de seguridad; el gusano se estiró, los bichos bolita fueron abriéndose con cautela, las hormigas que quedaban comenzaron a poner en orden los huevos blancos, las arañas a restaurar los nidos de tela.
Luego llegó el humo. Todos los insectos saben que proviene del fuego, aunque nunca hayan visto fuego. Penetró en los túneles, se estiró perezoso por la corteza desprendida, rodeó todo el tronco.
Ahora sí el hogar debía ser evacuado. Nadie se encerró en su propio cuerpo, todos estiraron sus patas y corrieron a su ritmo. Huevos y crías fueron abandonados.
Pero, ¿dónde ir? El calor señaló el camino. Subía con intensidad creciente, intolerable. Muchos de los que vivían abajo no encontraron escape y murieron achicharrados, bebiendo la máxima intensidad de miedo que cada naturaleza les otorga
¿Qué pudo hacer el gusano al que se tronchaba violentamente su metamorfosis, sino recorrer de punta a punta el carril de su existencia hasta derretirse a borbotones?
Sobre el tronco y en el extremo más alejado de las llamas se debatía una extraña y creciente colectividad. Algunos se tiraban al vacío para caer en las brasas. Otros corrían enloquecidos, parando y retrocediendo al llegar a los lugares imposibles de aguantar y luego quedaban quietos, abatidos, dejándose cocinar.
Las voces, si las tienen, eran imperceptibles para mí. Tal vez prestando atención habría podido escuchar ligeros chirridos producidos por los cuerpos al quemarse.
Yo miraba cómo se consumía ese viejo y húmedo tronco que acababa de recoger. Estirado en mi sillón, con los pies sin zapatos apoyados en la estufa, gozaba del calor, sentía el placer de vivir confortablemente, de oler el humo, de contemplar fijamente la intensa luz de las brasas y los dibujos que hacía el fuego al aparecer y desaparecer por los agujeros de la madera, formando pequeños volcanes de estrellas.
Todo es bello para el hombre que ama la paz, que aprecia los dones del Señor, y es incapaz de hacer el menor daño a sus coterráneos.