El hombre creyó vencer a Dios. Obtuvo la inmortalidad de todos los seres. Su carne ya no sería polvo, alimento del círculo de la evolución.
El fuego destructor de la materia se extinguió, porque la materia era ya indestructible y nada podía alimentarlo.
Tampoco los seres necesitaban comer y beber. Las plantas prescindían del agua para crecer y multiplicarse.
Nadie cortaba un fruto, ni comía pasto o consumía tubérculos y cereales. Las pulgas y los mosquitos no picaban, ni los tigres mordían, ni las sanguijuelas chupaban o las abejas libaban,
Los pájaros eran indiferentes a los insectos, que comenzaban a infestar el mundo tan rápido como los vegetales o los peces y demás habitantes del mar.
El placer de reproducirse quedó como tarea común de los reinos vegetal y animal. Millones y millones de hormigas, lagartos, sapos, palomas, langostas, tamariscos, orquídeas, hongos, amebas, humanos y todo lo demás, comenzaron a confundirse por su sola presencia y superposición.
Los mares se espesaron y tanto en ellos como en a tierra el movimiento se fue haciendo imposible. Todos los seres vivos quedaron entrelazados en su quieta inmortalidad.
Pero si no había espacio para hacer, existía la posibilidad de pensar, y el pensamiento comenzó a dominar el mundo. Se hizo poderoso y omnímodo.
Las plantas, los animales y los hombres, solo “seres”, dejaron de luchar y destruirse, se comunicaron entre sí y entendieron y al fin se vislumbró lo que parecía imposible, el Amor entre todos los componentes de la naturaleza.
Y aquél que pareció vencido al ser derrotada la muerte, recogió en un solo acto el fruto puro de su máxima creación.