Fue y es nadador. Antes competía, ahora sólo goza. Todas las tardes se interna algo más allá de la rompiente y recorre varios kilómetros paralelos a la costa. Respeta y teme al mar con la certeza del que sabe. Le gusta nadar a esa hora, con la atmósfera que amplía al sol y el horizonte marino cortando su esfera por la mitad. También participan las olas, que dejan en la playa espumas redondas con retazos de luz cautiva y temblorosa.
Los caminantes sensibles se acostumbraron a ver de vez en cuando los brazos aparecer con pausada armonía, porque el mar arbitrario muestra y oculta sus ocupantes sin razón aparente.
El nadador se dio cuenta de una presencia. El frío del temor superó al del agua. Lo que tenía a su lado y al alcance de sus dedos era más grande y largo que él. Vio una superficie blanca brillante en la que se reflejó su cara asustada junto con los rayos solares. El rosado de esa superficie disimulaba la palidez del miedo.
El hombre escuchó risas. ¿Quién ríe en el mar? Por suerte sólo los humanos y las hienas matan riendo. Apareció un hocico puntiagudo fruncido por la felicidad. Entonces supo que eso era un delfín. Le rascó la panza nívea y el cetáceo se dobló en círculo con ruidos de placer.
El nadador cambió de estilo, pasó del crawl al over para poder contemplar a su circunstancial compañero. Ambos se miraron a los ojos y siguieron avanzando como tomados por manos invisibles sobre un escenario líquido mecido por ondas profundas.
El delfín estudió las extrañas aletas del hombre, comprendía el sentido de las maniobras de semejante cola dividida, que se cruzaba regularmente para impulsarlo. Eran más difíciles de entender los miembros delanteros, parecidos, pero mucho más largos que los de otros animales marinos y con una sorprendente independencia. No perdía un movimiento de manos y dedos y un brillo de respeto se asomó a su mirada.
El nadador envidió la capacidad del delfín que se desplazaba sin delatar alteración alguna en su enorme cuerpo. Con su cara transmitía una alegría contagiosa, sólo comparable a la de una criatura humana que logra dar su primer paso. La tersura y el brillo de la piel le recordaron los pechos de su novia adolescente.
Nadaron largo rato, hasta que el hombre se cansó y se puso a hacer la plancha. El cetáceo rió burbujeante, e imitándolo, mostró su blancura al cielo. Señaló la costa y el delfín lo empujó divertido contra la rompiente, para permitirle aprovechar la mejor ola con una barrenada experta.
Nunca más fue un nadador solitario recorriendo el mar. Los caminantes sensibles imaginaban oír voces y risas y se acostumbraron a ver aparecer las brazadas cada tanto, a la par de una espléndida aleta, que enviaba mensajes de luz robados al ocaso.