Delos, siete de la tarde, ya nadie puede ingresar a la isla deshabitada. Es morada de dioses, que conviven con fantasmas desde tiempos inmemoriales. Gobierna Apolo y cada día, cada año, cada siglo, está más autoritario. Es que el mítico icor dorado corre por su cuerpo y no hay sangre azul que pueda competir. El delegado de los fantasmas le tiene miedo. Si hace peticiones lo atraviesa un rayo, que si bien no encuentra un cuerpo material, le quema el aura. Les han prohibido reunirse frente a los Leones Guardianes, por más que se alegue que son reproducciones de los que están en el minúsculo museo.
Los fantasmas se quejan porque miles de humanos, con ropas ridículas, pisotean las calles de sus antiguas moradas, escupen en los rincones donde dormían, apuntan con cajas y cajitas raras de las que salen destellos y le hablan a esas cosas. Lo peor es que también esas cosas les contestan. Ninguno hace sacrificios, ni dejan ricos presentes, sólo suciedad. No tienen temor a los Dioses, ni se expresan con idiomas decentes.
Los hombres no llevan espadas ni lanzas y eso es falta de hombría. Las mujeres se muestran casi desnudas, sin una pizca de sutil feminidad. Sus caras están deformadas como si escultores ineptos les agregaran material, sobre todo en las bocas que parecen de batracios. Nadie pide que se adivine el futuro, sólo hablan del presente y se quejan porque en la Sagrada Isla no se pueden comprar cosas lindas ni les dejan robar los restos de nuestros palacios y mansiones (aunque ya no quedan más pies de Apolo para llevar al museo de Londres). No tienen idea de donde están los lugares de culto y adoran dioses inventados con un monoteísmo que es pura herejía.
Todos estos bárbaros, a los que llaman “turistas”, caminan en fila detrás de personas que levantan palitos con signos, que no son números romanos. Algunos se pierden y dan vueltas temerosos, como si no estuvieran en la Isla protectora. Ya no hay competencias deportivas y la mayoría, enormemente gordos y débiles, serían inútiles para participar; ignoran lo que ansían los dioses. Se interesan más en lo que guardan en las cajitas que en lo que ellos personalmente pueden apreciar. Se miran con esas cosas y hacen caras como posando para adornar sus patios con estatuas personales.
Llegan en naves sin velas ni remeros, impulsadas sólo por ruidos que remueven al mar sagrado y despiertan y ofenden a los Dioses y criaturas marinas.
No hay guerreros en esas naves. No pretenden invadir la isla, como corresponde, para asolarla, quemar todo, violar con alegría y virilmente a nuestras mujeres, despedazar a los isleños. Eso desconcierta y hace preguntar para qué desembarcan si no quieren quedarse con nuestra tierra, si son miles y miles por día que entran y luego se van y vuelven a entrar inútilmente. Ni Artemisa los comprende. Las naves no descargan ni llevan algo que no sea a estos turistas, imposible de comprar como esclavos por su mala calidad.
A las siete de la tarde la Isla recién recupera su hálito sagrado al quedar desierta. Los Dioses se consuelan comiendo ambrosía y lloran ante tanto sacrilegio.